La vida de Lola Flores (capítulo 1): la niña que aprendió a bailar antes que a andar
Desde que vino a este mundo, en 1923, en el seno de una familia muy humilde, su destino estaba escrito. Su sino era romper moldes y llegar a ser la Faraona
Siempre lamentó no ser gitana, aunque eso no evitó que atesorara el duende más potente de la historia de los bailaores. Esa mirada felina con la que atravesaba y partía el alma, la furia con la que zapateaba y movía su bata de cola, sus impresionantes piernas, su arte único y su forma de vivir han convertido a Lola Flores en una artista única e irrepetible.
Todavía hoy, 26 años después de su muerte, sigue siendo un referente para artistas y generaciones jóvenes que reconocen en ella a un icono irrepetible, a una adelantada a todos los tiempos, que rebosaba carisma, que ansiaba libertad, que amó sin tapujos y que aportó luz y apertura de mentes a una sociedad que salía de la represión.
En tu Revista Pronto hemos querido homenajearla repasando su apasionante biografía, sus anécdotas y vivencias, a lo largo de cinco capítulos, coincidiendo con la emisión, desde el 28 de octubre, de la serie "Lola", una producción de Movistar+.
Lola Flores fue una auténtica pionera
Y es que la grandísima Faraona, esa que nos ha dejado un legado inestimable de 38 películas, 10 discos y hasta una maravillosa colección pictórica, fue una sabia, pero sobre todo una moderna, rompiendo tabúes y abogando por la libertad individual, pero especialmente la femenina.
Ella nos enseñó –recordemos que en un período de nuestra historia complicado– que se podía amar con desgarro, pero que del maltrato se podía escapar; que una decidía con su cuerpo lo que quería, incluso abortar; reconoció sin tapujos que consumía cocaína, que había robado y pedido en sus épocas más duras, o que había metido en su cama a mujeres.
Fue pionera con los "top-less" de portada, puso sobre la mesa el problema de la drogadicción en los 80 con el ejemplo de su propio hijo y fue pionera incluso del "crowdfunding", cuando pidió a los españoles ayuda para superar sus problemas con Hacienda. Fue única, una artista para todo en la vida.
Una infancia entre tabernas y rodeada de artistas
Corría principios de los años 20 cuando el destino caprichoso unió en un hotel de Jerez de la Frontera (Cádiz) a dos de sus humildes empleados, una costurera y un camarero. Ella era Rosario Ruiz, una joven cuya familia era "pobre de quitarse el hambre a guantazos", como diría Lola en una de sus memorias.
Procedía de Sanlúcar, pero su madre –cuyo padre pudo haber sido gitano, aunque no se sabe con certeza– la mandó a Jerez con una tía para que se buscara un porvenir mientras en casa se ahorraban un cubierto. Y allí, Rosario lo conoció a él: Pedro Flores.
Era un payo muy bajito, "un camafeo de hombre", pero con un corazón inversamente proporcional a su estatura. Procedía de Bollullos, Huelva, y tenía unos ojos negros como la noche, que su hija heredaría. Soñaba con ser torero, pero como no daba la talla, se fue a Jerez a trabajar de camarero.
María de los Dolores Flores Ruiz, Lola Flores, nació el 21 de enero de 1923
Dolores y Pedro se casaron y, en cuanto ahorraron un poco, pusieron un bar en la calle Sol de Jerez de la Frontera, al que llamaron La Fe de Pedro Flores. Ahí, en la habitación situada encima del local, donde llegaba el olor a cocido, yerbabuena y vino, nació el 21 de enero de 1923 –la fecha la cambiaría ella en el futuro a 1928 por cuestiones de coquetería– María de los Dolores Flores Ruiz, Lola Flores.
Tuvo una hermana prematura que falleció a los tres días de nacer
Pedro hubiera preferido un varón, para cumplir su sueño frustrado de ser torero, pero el matrimonio cayó rendido ante esa muñequita que había asomado al mundo mientras un parroquiano tocaba en un acordeón la "Marcha Real", despertando ya el arte en esa canija que lloraba con la garra que iba a marcar toda su vida, mientras en la taberna corría gratis el fino para celebrar su llegada.
Su madre, que cantaba que daba gloria, la mecía entre sus cantos, pero estos cambiaron repentinamente por tristes saetas cuando, a los siete meses de nacer Lola, llegaba al mundo otra hija prematura que falleció con tres días.
Rosario superó la pena gracias a su Lolita, una niña que creció siendo poquita cosa, pero un puñado de nervios que enseguida empezaron a zarandear su cuerpecillo imitando el arte que emanaba a su alrededor. Y es que el matrimonio Flores Ruíz cerró su taberna para abrir otra, Los Leones, donde iban a cantar y bailar los mejores gitanos de Jerez.
Para Lola fue su escuela. "Aprendí a bailar casi al mismo tiempo que a caminar", recordaba con frecuencia la Faraona. Y es que apenas levantaba un cuarto del suelo cuando la subían a la barra del bar o en cuatro sillas, formando un pequeño escenario, para que la pequeña pegara con gracia cuatro zapatazos y mostrara su arte.
Lola Flores meneaba sus piernas flacas mientras con una mano se agarraba un bajo del vestido y con la otra se ponía a coger estrellas. A su alrededor todo eran palmas y "olés".
Primero quería ser bailarina clásica pero pudo más el duende
Buscando nuevos horizontes económicos que le dieran un respiro a sus estrecheces, la familia se mudó a Sevilla, y se fueron a vivir a un tablao flamenco ubicado en la calle Sierpes.
Allí, la pequeña Lola, que no se sentía tan cómoda en la escuela como en los ambientes artísticos, meneaba ya con gracia su vestido imitando a los artistas que veía a diario. De hecho, con 5 años ya soñaba con ser artista, aunque ella se veía primero siendo una bailarina de tutú haciendo "El lago de los cisnes".
Pero poco podía luchar esa pequeña "negrilla" con el duende que se había apoderado de sus entrañas, y que despertaba cada vez que acudía con su madre a ver una zarzuela o una revista de la época. O cuando se plantaba ante la pantalla del cine de la plaza de la Paja para ver a artistas como Imperio Argentina, a la que le encantaba imitar con gracia, con su primer vestido de seda rojo, que le regalaron unos artistas que frecuentaban el bar de su padre.
Cantaba entre las mesas del bar de sus padres
Y es que así, mientras sus padres siguieron mudando por la capital del Guadalquivir sus negocios e iban cambiando de pisos realquilados, el arte de Lola empezaba a surgir con tanto poderío que a ella misma se le ocurrió cambiarse el nombre y llamarse Carmela Flores.
Gracia no le faltaba a aquella chiquilla que cuando recibía una visita en casa se ponía vergonzosa y cantaba tras las cortinas, pero que, entre las palmas y los acordes de las guitarras callejeras, sacaba a relucir todo su arte. Gracias a eso empezó a ganarse unas monedas cantando entre las mesas de los clientes cuando sus padres montaron una nueva taberna en la calle Oriente.
La sacaron del colegio para que cuidara a su hermano
Abstraída con sus ensoñaciones de convertirse en una gran artista, la única pena de Lola cuando era niña era no tener un hermanito. Su sueño se hizo realidad a los 11 años y tras llegar al mundo Manolo, un bebé de intensos ojos verdes, que fue para ella un regalo y al que cuidó casi como a un hijo, pues hasta la sacaron del colegio para que lo atendiera.
Eso no le importó, pues los estudios no le interesaban demasiado, y en el colegio la empezaban a llamar "la Negrucia", algo a lo que ella hacía oídos sordos, demostrando una madurez y una confianza en sí misma que no tenían otras niñas de su edad.
En el hogar de los Flores no todo eran alegrías. El negocio de su padre no iba nada bien y decidieron mudarse de nuevo, llevándose por supuesto la máquina de coser de Rosario, que siempre era la primera que cargaban en las mudanzas. Pero en ese traslado, Lola siempre ha recordado cómo un joven llamado Miranda se ofreció a ayudar y acabaría robándole su primer beso en un descuido de sus padres, en el cuarto de lavar.
Ella guardó ese secreto, con el que se creía deshonrada, cuando la familia regresó de nuevo a Jerez para empezar desde cero afincados en la casa de la abuela materna, donde también vivía la tata Dolores, con la que Lola se encariñó.
El estallido de la guerra y la llegada de su hermana, Carmen
Pedro Flores abrió una nueva taberna, frecuentada por toreros, bailaores y cantantes de flamenco. Fue entonces, a las puertas del estallido de la Guerra Civil, cuando la pequeña Lola, con 12 años, se hizo mujer. Ya comenzaba a acaparar miradas esa niña fantasiosa que empezaba a ver de cerca los horrores de la guerra, que vivía en sus propias carnes la pobreza, la vida enrarecida de la calle y los sinsabores del artisteo callejero.
Su hermana Carmen, una nueva ilusión para Lola
Sin embargo, en una época dominada por el hambre, la represión, el estraperlo y los odios, llegó una alegría más a la familia, el nacimiento el 18 de agosto de 1936 de la tercera hija del matrimonio, Carmen.
Otra nueva ilusión para una Lola que seguía con su sueño de triunfar como artista en la cabeza y que, por primera vez, se puso a tomar clases de baile con el que fue su primer maestro real, Nicolás Sánchez.
Gracias a él, su arte afloró todavía más y, acabada la guerra, no había boda, bautizo o comunión a los que no asistiera como niña artista invitada. "¿Quién es esa bailaora?", preguntaban los invitados, ante lo que el maestro no dudaba en engrandecer su nombre: "Es Lolita Flores, Imperio de Jerez". Se empezaba a crear la leyenda.